Miro a Rufina pasar con su guataca, y su vestimenta de campesina, tocada con pañuelo y sombrero; su risa sonora la anuncia. La miro feliz saludando a todos, camino a su pedazo de tierra, a la que hace parir pese a cualquier sequía, ciclones o tormentas.
La evoco entonces vestida de gala, con collares y tacón alto, porque bailar danzón se le da bien a esta mujer de cabello amoldado y maquillaje que no deja ver entonces si la ha marcado el sol.
La miro y me asombro del tiempo que no pasa por ella, de los tantos años que ha dejado atrás en su misma rutina, me regocija seguir escuchando el eco de su risa inspiradora mientras se aleja, no sé ya bien, si hacía el campo o al salón de baile.
En mundos tan distintos pueden moverse las mujeres, van del laboratorio al surco, del aula a la fábrica, a un mostrador, una tarima; del salón de cirugía a un consultorio, de ahí a recoger a los niños que se cuelgan a su cuello a preguntar qué me trajiste, y de ahí a sus hogares.
Romantizar las dobles jornadas que viven las mujeres, sus roles, la fuerza que a la vista de no pocos las torna incansables, sería poco sabio, mas victimizarlas es también imperdonable.
En medio de circunstancias agobiantes salen a flote, muchas veces como timón principal al frente de sus casas, o como único puerto seguro para hijos y ancianos. Agotadas por el día largo, por los rigores de tantas jornadas, siguen intentándolo todo, lográndolo todo, porque la familia es el tesoro más grande y porque el país las necesita, quizás, como nunca antes.
No existen imposibles cuando de crecer se trata, cuando romper estereotipos las salva de miradas equivocadas que las sitúa, hasta por ley natural, aquí o allá, como si no supieran que ningún lugar les puede ser vedado, que ningún sueño les queda grande, que transformar realidades les viene en el ADN como premio a sus vidas casi siempre demasiado agitadas, cargadas, no exentas de la mirada incrédula, de la opinión malsana, de la falta de consideración que algunos llevan a flor de piel, del machismo rancio y sin sentido.
No existen excusas cuando de sanar heridas se trata, cuando encender lámparas y avivar el espíritu es tantas veces la solución a todos los males, porque los espacios más impensados pueden ser invadidos por ellas, pero los rincones apartados no les gustan, ni los sitios oscuros, ni el dolor permanente, ni los hayes y lamentos, ni la mirada lastimera.
Ellas buscan la mano extendida, el hombro dispuesto, el espacio compartido sin recelo, sin temores infundados o reales, sin sombras. Ellas buscan el bien y la belleza donde quiera que estén, el amor y la justicia a tiempo y todo el tiempo, la verdad y la gracia; las virtudes salvadoras, tantas veces escurridizas.
No buscan homenajes, porque gustan de ofrecerlos, porque un día no es suficiente para premiar tantos días de esfuerzos y luchas que no acaban; no buscan más aliciente que la certeza de estar vivas, de que habitar el mundo puede hacer la diferencia y cambiarle los colores a ese mundo porque es infinito su poder, aunque aún se les regatee.
Y no necesitan más reverencias que las del respeto y el amor supremo, ese que las aviva cada día y las pone allí donde es más grande el vacío, donde la herida duele más, donde el consuelo es más urgente, donde se necesitan brazos fuertes y besos sutiles para salvar la Patria.
Tomado de Invasor