Lo sabían. Al otro lado de los cuarteles, o probablemente antes de trasponer sus límites, les aguardaba la muerte. En la madrugada de aquel 26 de julio preferían mandarla al carijo porque asociarla al combate podía dificultar el disparo preciso; un lujo inadmisible cuando se presumía que el éxito de los asaltos debía significar la puesta en marcha del motor grande.

La ofrenda sin par de la existencia física, la que los torturadores y matadores no fueron capaces de aquilatar en su dimensión épica, sería el tributo de aquella vanguardia de intrépidos; con ellos, se hacía realidad el renuevo del ideario y el ejemplo del Maestro, quien en el año de su centenario los acompañaba, convertido en símbolo.

La muerte sí, tan real y frecuente como el latifundio, el desempleo, o el plan de machete de la Guardia Rural, al punto que sació todos los apetitos tras las paredes y los muros del Moncada, cubil de las bestias que allí consumaron la matanza de una parte de los prisioneros, para luego mostrarlos a la opinión pública como caídos en combate.

No pueden entender los odiadores de siempre lo que sobrevino, después de las torturas y los asesinatos, del juicio a puertas cerradas, y de los meses de cárcel en el Presidio Modelo, irónica identificación del antro donde no pudieron doblegar la voluntad suprema de una generación que escapó de las rejas, amnistiada como resultado del clamor popular, y, desde el exilio fecundo, enrolada en una expedición que, de vuelta y con el mismo sueño de ser libres o mártires, tocaba las costas orientales de la patria a fines de 1956.

Tampoco lo entienden a la luz de los años, después que la toma del poder político y las transformaciones que implicaba el cumplimiento del Programa del Moncada se hicieron realidad; después que las agresiones y bloqueos continúan estrellándose contra la voluntad de un pueblo y sus líderes.

Tan escasas son las luces del entendimiento y tan altas las de la tozudez, que la obcecada pretensión del imperio insiste en poner de rodillas al David que jamás entendieron ni aceptaron.

Planes y más planes, medidas restrictivas de toda índole, declaraciones de guerra más o menos veladas, fondos millonarios para armar hasta los dientes a la soldadesca de turno de la guerra convencional y mediática, “campos minados” para impedir la entrada de materias primas, medicamentos, material escolar, combustible, en fin… rabia mal disimulada con la que suele vestirse el adversario.

Pero la vida no tiene la menor intención de ausentarse. Pulula en cada rincón del archipiélago y más allá, donde los agradecidos: padres, hijos, nietos, junto a amigos leales, tienden puentes que pulverizan obstáculos.

La vida sí, la que hace maravillas en cada latido, cuando brota de manos laboriosas una casita infantil, allá una minindustria, acá un emprendimiento que busca las maneras de aportar riquezas; y en escenarios que urge multiplicar, manos que siembran, y hospitales, escuelas, fábricas que rebrotan, a contrapelo de las miserias humanas y las crisis globales.

Andan juntas la vida y la luz. Se funden en abrazo monolítico, herederas de un pasado heroico. La vida, sí, surtidor de esperanzas nacido de las muertes que iluminaron para siempre la esperanza en un mundo mejor y que, paso a paso, aunque lo intenten impedir los tropiezos y las zancadillas, desbroza el camino al horizonte soñado.

Desde los tiempos de la gestación de aquel intento de conquista del cielo por asalto, la llama inextinguible de los héroes y mártires del 26 de julio, ni muertos ni olvidados, arde y expande su calor en una Cuba que sabe cuánto significa el tesoro de su memoria histórica, y que obviarla proporcionaría al adversario el arma letal de nuestra derrota.

Tomado de Invasor

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