En un mundo donde la tecnología avanza más rápido que la ética, el arte —esa última trinchera de lo humano— enfrenta una encrucijada: ¿está la Inteligencia Artificial (IA) aquí para potenciar la creatividad o para vaciarla de alma?

No hablo del uso técnico, del MIDI que reproduce una orquesta en un teclado o del Photoshop que retoca una foto. Hablo de algo más peligroso: la suplantación de la personalidad creadora. Ese instante en que el artista, en lugar de sudar la obra, se convierte en un mero curador de prompts, delegando en algoritmos lo que antes exigía oficio, tiempo y, sobre todo, vida.
Tampoco estoy hablando de lo que hicieron, y siguen haciendo, nuestros padres y abuelos a la hora de enfrentarnos a un trabajo practico en la escuela. Nadie se preguntaba como lo hacían, pero lo cierto es que muchos estudiantes lucían y entregaban unos trabajos impresos a color cuyo contenido ni apenas conocían solo de referencia. Y nadie preguntaba como nuestros mayores se habían encargado de hacerlos. Era el fruto del sacrificio. No del trabajo del estudiante. Pero no dejaba de ser un fraude, más que de amor filial.
Quizás, sin saberlo, estaban induciendo a la creación de las IAs. Quizás, desconociendolo, eran los pioneros de todo ese embuste que vendría años después y ante el pelotón de fusilamiento de la humanidad.

EL ENGENDRO DEL ARTISTA FANTASMA
Imagine a un joven que jamás ha pulsado una cuerda, pero que hoy compone una balada en IA con el tono exacto, el estribillo pegajoso y hasta las tres voces de fondo. ¿Es música? Sí. ¿Es su música? No. Es el equivalente a firmar un cuadro pintado por un robot: un plagio de sí mismo.

Lo he visto en talleres literarios, poemas generados por ChatGPT, correctos, pero fríos; sin esa grieta por donde se cuela lo humano —el titubeo, la obsesión, la mancha de café en el borrador—. Y lo peor no es que existan, sino que ganen concursos, premiando la simulación en lugar de la sangre derramada en el proceso creativo.

LA TRAMPA DE LA COMODIDAD
La IA seduce con su promesa democrática de que todos pueden ser artistas. Pero ahí yace el engaño. El arte no es —ni debe ser— democratizable. Exige disciplina, fracasos, horas robadas al sueño. Cuando un algoritmo reemplaza ese viaje, el resultado puede ser brillante técnicamente, pero estéril. Como un jardín de flores de plástico: perfecto, y muerto.

Juan Blanco, pionero cubano de la música electroacústica, usó sintetizadores para explorar lo inhumano, no para fingir humanidad. La diferencia es clave, la tecnología como lente, no como fantasma.

EL PELIGRO NO ES LA IA, SINO LA RENDICIÓN
El verdadero crimen no está en la herramienta, sino en la pérdida de la humanidad y, por supuesto, de la voluntad creadora.
Cuando un poeta deja de reescribir su verso diez veces, cuando un músico ya no busca esa nota que duele, cuando el arte se reduce a un, Hazlo por mí, algo se rompe. No es progreso, es un suicidio cultural.

La IA bien empleada puede ser un cincel para la imaginación. Pero cuando borra al artista tras la pantalla, se convierte en el mejor aliado de la mediocridad, la que se vende como genialidad.
Para las redes. Hasta el Hospital Provincial Roberto Rodriguez Fernández del municipio de Morón llegaron los trabajadores de la delegación Gaviota para realizar labores de higienización, jardinería y mantenimiento. Los trabajadores del turismo apoyan de manera sistemática las acciones de limpieza en áreas interiores y exteriores de la Institución de Salud más grande que tiene el territorio moronense. Estas tareas forman parte del movimiento político CiegoEn26, y tienen como objetivo contribuir al cambio de imagen de las unidades asistenciales de Salud y otros centros laborales de la ciudad del Gallo.

Por Vasily MP

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