El busto sigue allí, inmóvil y sereno. Ayer le dieron una buena mano de pintura, que lo dejó blanquísimo. Ya está acostumbrado. Siempre que agosto termina, nota cómo los brochazos le raspan la dura piel, y anuncian la llegada de los niños.
Mira con detenimiento el área de formación, ahora vacía, y ve levantarse el amanecer. En pocos minutos sentirá en su cara el brillo del sol, y aunque las altas temperaturas a veces resulten molestas, sabe que es parte de su trabajo como guardián de la escuela.
Cuando los pioneros alcen al aire la bandera, y canten el himno de los mambises, los observará con esa expresión a medio camino entre la seriedad y la ternura. Le gustaría acercarse a ellos, a la esperanza de este maltrecho planeta, y abrazarlos bien fuerte, pero no se mueve: es solo un busto sin piernas ni brazos.
Con el rabillo del ojo mira las aulas abiertas. Tras dos meses de mutismo, el ruido de las sillas, el olor a libros y el polvo seco de las tizas le saben a gloria; y recuerda aquellos tiempos en los que él también fue maestro, y las miradas atentas de sus alumnos lo llenaban de emoción.
Los nuevos profesores caminan de un lado para otro, ansiosos. ¡Hay tanto que enseñar! Los que peinan canas parecen más tranquilos, pero también repasan en la mente esa primera clase que enamorará de la asignatura a los muchachos. Las paredes del aula, aunque viejas, se pintaron hace poco, y parece que no cargan sobre sí el peso de tantos años.
Poco a poco llegan más niños a la escuela. Algunos se abrazan y cuentan lo que hicieron en las vacaciones. Las voces comienzan a juntarse, y forman un zumbido creciente. Otros no dicen ni una palabra, y permanecen agarrados a la mano de papá, mientras lo contemplan todo con unos ojazos enormes. “Como Raúl, el primo de Bebé”, se dice para sus adentros.
Las madres también conversan entre sí, porque el momento previo al matutino se colma de diálogos más o menos comprensibles. Desde que el busto llegó a este sitio, hace ya tantos años, los temas han variado lentamente.
Escucha sobre novelas turcas, mipymes, apagones, papeles de un abuelo español y dónde se compran los mejores forros para los cuadernos escolares. Le cuesta entenderlo, pero ahora las niñas como la mala Magdalena, en lugar de cintas y lazos, llevan un teléfono inteligente en la mochila… Un cuento nuevo, demasiado viejo.
Pero no todos hablan en voz alta. Otros lo hacen en tono de confidencia, casi en murmullos. Y allí el héroe conoce sobre malabares que estiran el salario hasta el próximo mes, cómo volverse mago para que el niño lleve merienda todos los días, y qué alivio si algún camarón encantado concediera maravillosamente la mochila o el par de zapatos nuevos.
En todo esto piensa, ensimismado, y quiere hablarles a los niños ―¡al menos a ellos!―, como antes lo hizo con su adorada María. Tiene tantas cosas por decir, pero recuerda que los apóstoles de cemento no deben mover los labios. Y las palabras se le agolpan en la garganta, con esa maldita mudez de las plazas y los pedestales…
Sus susurros no se escuchan entre tanta algarabía. La gente habla sin parar de problemas, deseos, y el mundo palpitante en el que viven, pero nadie afina los oídos. Y aquellas verdades, que caben en el ala de un colibrí, se desvanecen en el aire cálido de la mañana.
Resignado al silencio, el viejo héroe se pregunta si los sueños tienen cabida en una época llena de pantallas y superficialidad. ¿Habrán muerto las utopías? ¿Dónde quedan los ideales, la dignidad y la memoria, cuando a los niños se les repite una y otra vez que lo único importante es ganar dinero? Así se lamenta, silencioso, el busto.
Está tan absorto en sus pensamientos que, cuando lo nota, ya tiene al niño a pocos centímetros de su rostro. El chiquillo lo mira con curiosidad infantil, bien cerca: el tupido bigote le parece gracioso. Se vuelve hacia su mamá, a pocos pasos de distancia, y esta lo anima a continuar. Solo entonces Martí descubre la mano derecha del niño: trae una flor, la pone junto al busto y después se aleja con su madre.
Un timbre anuncia el matutino, y los muchachos comienzan a formar sus hileras de menor a mayor. En la confusión, mientras nadie mira, el apóstol de cemento se permite sonreír y siente que si aquello no es la felicidad, se le parece bastante.
Tomado de Invasor