Cuando pasaban ante mis ojos las imágenes de la destrucción dejada por los huracanes que arrasaron las zonas extremas de nuestra Cuba como las escenas de una película, a pesar de encontrarme a cientos de kilómetros de esos sitios, el desconcierto se instauró en mí. Traté de encontrar consuelo en la idea de que quienes allí estaban habían sobreviviendo al desastre y que, si estamos vivos, siempre se puede lograr todo; mas era en vano, pues cada imagen era más dolorosa que la anterior.

Pero se hizo la magia. Y vi aquellos rostros sonrientes. Sentí la algarabía que iba creciendo y, en medio de tanta gente alegre, los divisé a ellos. Eran hombres y mujeres que, llegados de muchos lugares de esta Isla, iban a ofrecer sus corazones, a dar y darse como solo saben hacer quienes no temen al fango, el desastre y la oscuridad, porque ofrecer su arte es todo el verdadero y grande sentido de sus existencias.

Con el amor más puro como bandera, y con la certeza de que el arte y la cultura son sanadoras, emprenden verdaderas cruzadas contra la desolación, el dolor y ese sentimiento que ataca cuando se ha perdido casi todo.

Con la fuerza arrasadora de un río crecido, con la imponencia de los vientos huracanados, igual llegan ellos a restaurarlo todo, a componer las almas que buscan una explicación a su desgracia, que intentan respirar aire puro cuando parece imposible encontrar sosiego, luz y alegría.

Con la fuerza que les otorga a muchos seres el saberse útiles, con la seguridad de que una canción te seca las lágrimas, que una pirueta, una narración, trae de vuelta la sonrisa robada a tantos niños, así, con los jolongos de sueños rebosantes, andan ellos, dejando bonitas huellas en su camino, componiendo lo que parecía deshecho, y guardando los aplausos como su único y verdadero tesoro.

Ser un trabajador de la cultura es mucho más que pertenecer a un grupo humano que se levanta y sale a ganarse el pan. Es mucho más que esperar la salida del sol para emprender la marcha. Porque ellos pueden encender el sol que ha de brillar y despertar el día; hacer el camino para que otros seres caminen sin tropiezos, sin miedo a las caídas. Quienes abrazan la cultura, quienes deciden abrir el pecho para que se evapore algo malsano que los habite y renazca en ellos el placer por lo bello, por lo justo y noble; pueden ascender dentro de escala humana, y convertirse en seres cuidadores de otros seres, y andar con sus lámparas encendidas como estrellas en sus pechos.

En medio del agobio de los días, de dificultades que amenazan con ensombrecer todos los paisajes, sin sentarse a lamentar el hambre de sus cuerpos, buscan desesperadamente saciarse de otras hambres y, sin descanso, buscan caballos de coral en donde a nadie más se le ocurriría buscar. Y los encuentran.

Con la misma avidez con la que salieron de las aulas de sus academias, de los teatros y salones, con sus instrumentos, vestuarios, caballetes y escenografías como únicos testigos de sus glorias, andan estos hacedores del bien. Y las casas de cultura, y muchas plazas, son sus cuarteles; y la poesía, la música y la literatura les corre por las venas, y se vuelve historia de amor y sonrisa perenne y canción de cuna.

Como el arrullo de las aguas, y con la sencillez sublime con que brotan de los manantiales, así llegan ellos; y al alcance de una mano, con la tibieza de un regazo y la paz de un hombro dispuesto, permanecen, se reinventan, se entregan sin medida; porque no existe gloria más grande para ellos que inventar los colores perdidos, encender nuevos soles y dejarlos allí, en el sitio donde es más sublime para Cuba el beso de sus hijos.

Tomado de Invasor

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