Entre los ecos distantes y el cortocircuito de la memoria que impone el inevitable paso de los años, se entreteje el testimonio de Ortelio Martín Hernández. A través de sus palabras, de su mirada que atraviesa el tiempo, muestra la fuerza de un espíritu marcado por la adversidad; de su ronca, pero no apagada voz, resalta el ímpetu con que moldeó cada “rinconcito” de su historia.
“Nací en el campo, entonces tenía que estudiar lejos y con siete años caminaba dos kilómetros por una línea del ferrocarril para llegar a mi escuela, con los zapaticos en el cuello. Para los campesinos no era nada fácil mandar a los hijos a estudiar entonces. Solo pude llegar hasta tercer grado, después ayudaba a mi papá en las tierras que él trabajaba en Chambas”.
—¿Qué razones lo impulsaron a incorporarse a la lucha?
—Los abusos y los atropellos que vivían las personas en el campo, una miseria terrible. Éramos muchos hermanos, ocho, las cuentas no daban y solo dos varones para apoyar a mi papá, que se rompía el lomo por 10 centavos. No contábamos con escuelas, solo las personas ricas se podían dar ese lujo.
—¿Cómo se inició en la lucha contra la tiranía?
—A los 17 años me incorporé a una célula del Movimiento Revolucionario 26 de Julio (M-26-7). En la clandestinidad hacíamos sabotajes a líneas férreas, alcantarillas y tumbábamos postes de luz para incomunicar a las guardias rurales.
“Nuestra principal labor era salir en las noches a las casas de los campesinos y los terratenientes para recolectar pistolas, machetes y escopetas que los más ancianos donaban a la causa. Yo pertenecí a las fuerzas de Camilo, pero a la parte que se dedicaba a apoyar en el anonimato, les enviábamos ropa y las armas que en nombre del Movimiento recogíamos”.
—¿Cuál es la mejor anécdota de aquella etapa?
—(Sonríe mientras recuerda) Mis padres no podían saber en lo que yo andaba. Una noche no pude volver, me quedé ayudando a unos compañeros y llegaron dos señores de la guardia rural a mi casa. Mi papá se quedó de piedra, creyó que iban a llevarme preso, cuando le hablaron, le volvió el alma al cuerpo, porque ellos solo querían un saco de yuca.
—¿Qué tareas asumió después del 1ro. de Enero?
—Lo primero que recuerdo es que estaba cuidando un cuartel, allí estuve una semana hasta que nos trasladaron para La Habana, a un batallón del Ejército Rebelde que estaba en Ciudad Libertad. Yo creo que había como 500 hombres allí, casi todos analfabetos y me incluyo. En unas lomas sin casas ni nada, durmiendo en la intemperie, en lonas que pretendían ser hamacas.
“Nos daban clases por la mañana y por la tarde preparación militar. Mientras, construimos unas barracas para nosotros mismos. Ahí cogí hasta quinto grado. A los seis meses regresamos a la ciudad. Eso sí estaba bueno, imagínate que unos chinos nos daban clases de artes marciales y los albergues sí tenían condiciones”.
Su padre enfermó y tuvo que volver a Chambas. Tiempo después, Ortelio encontró el amor y se mudó a Morón, el pueblo donde creó su familia.
De aquella etapa, evoca con cariño su inclinación por la música desde pequeño. Gracias a un amigo trompetista comenzó a recibir clases de Solfeo en las noches, a la vez que sus estudios académicos. Inició su vida laboral en una fábrica de zapatos y con sus conocimientos de música tocaba el saxofón en la banda municipal.
“Yo tenía mucha seriedad y mucha disposición también, y me mandaron a dirigir el central Patria, los trabajadores estaban contentos, porque los atendíamos y hacíamos fiestas populares en la plaza. Como a los dos años o más vino la dirección administrativa y me cambiaron a Morón ciudad, de director municipal de Cultura.
“Pero a eso no le pude coger ni el gusto, porque al mes me llamaron del gobierno que tenía que dirigir la empresa de Comunales y no me pude negar. Eso si fue un reto, porque era una empresa naciente que necesitaba de grandes reformas.
“Luego me dieron la tarea de integrar una comisión que inspeccionaba las casas de las personas que se habían ido del país para entregárselas a los más necesitados. Años después me pusieron de subdirector administrativo del Politécnico de Patria. Ahí me llegó la jubilación”.
—Del hombre de las mil anécdotas, ¿recuerda usted alguna en particular?
—Al principio de movilizarnos en 1959 estábamos de guardia en un cuartel y llegó Camilo. Nadie sabía quién era él, en realidad ninguno nos podíamos conocer para no delatarnos, pero yo si lo había visto de lejos. Nuestro trabajo era interceptar a todo el que quisiera entrar, pero a él ni le preguntamos quién era. Salió con furia y nos castigó, nos dijo que cualquiera podía entrar disfrazado y eso podía haber sido un gran problema. Al final no nos sancionó, para nuestra suerte.
A los 85 años, Ortelio recuerda sus únicos zapatos, los que protegía para que llegaran ilesos a la escuela, “mi único par de zapatos, los cuidaba como si se tratara de oro”, confiesa cuando la mirada parece internarse en un pasado al que jamás desearía retornar.
Tomado de Invasor