—¿Dónde está tu casa?
―Ya estás arriba de ella. Esto es lo que queda —responde cabizbajo y descifra en el suelo fangoso los lugares donde se hallaban el portal, la cocina y el cuarto de los muchachos.
El diálogo se repite una y otra vez, ante familias distintas, y en cierto momento el visitante ya no quiere preguntar, porque probablemente ese par de horcones, tumbados en medio del lodo y el frío, sean los restos de una vivienda.
Cuando el río Macambo, siempre escaso de aguas, decidió arrasarlo todo, la gente corrió por su vida, puso a los niños en lugar seguro y vio cómo la corriente traicionera les arrebataba el hogar. Estas, en realidad, fueron personas con muy buena suerte: otros no tuvieron la oportunidad de escapar, y murieron ahogados.
Dicen los viejos del pueblo de Macambo —el cual toma su nombre del río— que desde hace más de 30 años aquel camino de agua no había visto crecer su caudal. Y, como se trata de una de las regiones más secas del país, condenada a la perpetua falta de lluvias, hay que creerles.
Quizá por esa confianza excesiva, muchos habitantes construyeron sus viviendas tan cerca del riachuelo, o en lugares donde el oleaje del mar, los deslaves de la montaña, o cualquier otro capricho de la naturaleza, pudieran ponerlos en peligro. Durante mucho tiempo vivieron así, y no pasó nada… hasta hace pocos días.
Como muchos otros sitios de la Cuba profunda, Macambo es un punto borroso en el mapa: uno de tantos pueblitos perdidos que solo acaban en las noticias cuando hay una tragedia.
Precisamente, el paso del huracán Oscar, con sus muertos y desaparecidos, restituyó en la geografía de las tristezas compartidas esta pequeña región semidesértica del municipio guantanamero de San Antonio del Sur.
A partir de entonces, Macambo comenzó a sonar por toda Cuba, primero en susurros, como los del agua calma del río, y luego a gritos, igual que aquella noche de temporal y miedo, cuando la paz de tantas familias quedó rota, y los suelos arenosos del lugar conocieron por vez primera el diluvio.
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Miguel Almarales, enfermero, recorre los trillos despeinados de Macambo, en busca de los pobladores. Ahora, como parte de la recuperación, le toca contar los daños que el ciclón dejó en las viviendas ―ya de por sí maltrechas― y conocer el estado de salud de cada persona.
No solo le conmueve la escena repetida de quienes lo perdieron todo ―familia, casa, ropa, medios de subsistencia―, sino que descubre en sus caminatas el rostro más crudo de la pobreza.
“Hemos encontrado muchas personas en situación de vulnerabilidad, unos cuantos encamados, y otros con malformaciones congénitas. A veces creo que volví de misión a Venezuela. Pero en estos momentos toca sobreponerse y ayudar a la gente tanto como sea posible”, cuenta por WhatsApp, en un mensaje de audio.
Para Miguel, la solidaridad resulta un acto de justicia y de agradecimiento. Sobre todo, porque su pueblo, la comunidad de Falla, en Chambas, Ciego de Ávila, también vivió en carne propia la fiereza de los ciclones, y pudo recuperarse gracias a la ayuda de tantas manos, algunas de ellas guantanameras.
Ahora, como parte del contingente Patricio Sierralta, integrado por 45 avileños, devuelve el gesto, y siembra un trozo de esta tierra en el cariño y la gratitud de los hombres y mujeres de Macambo.
“Damos asistencia médica, repartimos alimentos, contabilizamos los destrozos, realizamos charlas educativas, pesquisamos, identificamos los pacientes con padecimientos crónicos… Esas son, más o menos, las labores del personal sanitario que vino como parte del contingente”, explica Miguel.
“Nuestra principal preocupación está en crear conciencia acerca de los riesgos de ingerir agua contaminada, porque acá muchas personas beben del río y, con toda la suciedad que arrastraron las lluvias, además de la putrefacción de los animales ahogados, consumir agua sin hervir ni clorar puede ser peligroso para la salud”, añade.
El enfermero habla de los destrozos dejados por el huracán, y regresa varias veces al mismo símil: “Como si hubieran tirado una bomba atómica, que arrasa y no deja nada”. A fuerza de repetirlo, y de enviar por el chat innumerables fotos y videos, uno termina por convencerse de que, efectivamente, un ciclón puede dolernos tanto como el desastre del fuego atómico. A fin de cuentas, en ambos casos, un día pasará el peligro de muerte, pero quedarán los traumas.
Los niños son quienes menos comprenden lo sucedido. Juegan y ríen, como si no hubiera ocurrido nada. Sus madres, en cambio, guardan con ellas el miedo; y algunas evitan salir de sus casas, o quedarse solas, por temor a que venga otra crecida.
Cuando el río comenzó a gritar de furia y engullirlo todo a su paso, muchas familias debieron subirse a los palos del techo de sus casas, y permanecer allí, atrapadas, mientras el agua arrancaba las paredes de tabla y amenazaba con desmoronar toda la estructura.
Otros estuvieron varios días trepados en lo alto de una mata de mango o de guásima, porque solo en las ramas corpulentas de un árbol podían salvarse de morir ahogados. Quizá aquel tronco frondoso, empecinado en no dejar que el río lo arrancara de cuajo, marcó para algunos pobladores la diferencia entre continuar respirando o flotar sin vida hacia la costa.
Miguel estuvo cerca del mar. Donde antes había una breve playa, ahora se alza un lodazal gigantesco que termina justo entre las aguas salobres. Por increíble que parezca, al borde de esta montaña de fango, y también en los primeros metros de costa, se alzan las palmas, como si hubieran estado allí siempre.
Sin embargo, los lugareños desmienten la idea: las palmas bajaron con la crecida del río y, entre tanta tierra resbaladiza, quedaron sembradas en tan extraño sitio. Son el testimonio más claro de cuán destructiva y aterradora puede volverse la naturaleza en medio de sus raptos de locura.
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En la galería del móvil se me acumulan las fotos de Macambo, como postales del desastre, y también del amor. El contingente avileño, el primero en llegar, descubrió la cruda imagen de un pueblo semidestruido, envuelto en el fango y el susto, pero con ganas de sonreír y de recuperar el ánimo perdido.
Por eso, entre tanta destrucción, no extraña ver rostros en calma, concentrados en arrancarle a la adversidad unos cuantos trozos de vida, y sembrar otra vez, en el suelo anegado de Macambo, la esperanza.
Los días posteriores a las grandes lluvias, cuando los integrantes del contingente ya estaban en tierra guantanamera, transcurrieron entre las actividades recreativas, el reparto de alimentos y carbón vegetal, y la reparación de los principales espacios del pueblito: la escuela, la bodega, el comedor social, el consultorio médico…
Como entre los 45 colaboradores avileños se encuentran las más disímiles profesiones, la “resurrección” de la comunidad no quedó solamente en la entrega de comida y la recogida del fango y los árboles derribados. Cada quien aportó su propio esfuerzo y sus conocimientos para que la localidad se quitara de encima el manto fúnebre de las desgracias.
Así lo contó Arley Gómez, el funcionario del Partido que encabeza a los avileños, en un centenar de mensajes de WhatsApp que atestiguan, para los lectores de hoy y para la historia de Ciego de Ávila, los lazos de amistad y ayuda desinteresada que se entretejen en las peores circunstancias, en los momentos más duros…
Visto así, a nadie extraña que en aquel lejano pueblo quede para siempre un pedazo de Ciego de Ávila; o que entre los avileños viva, a partir de ahora, el alma humilde, cercana, íntima, de Macambo. El cariño y la cubanía no conocen distancias.
✍️ Neilán Vera / Periódico Invasor