Hasta hace poco, en términos históricos, ayer mismo los súbditos privilegiados del imperio británico no ponían reparo alguno en nombrarse como tales. Con la arrogancia de quien se ha sentido incuestionable, asumirse como imperio era motivo de orgullo clasista disfrazado de nacional: era una declaración de vencedores.

De esa falsa conciencia colectiva, una forma de expresar la prevalencia de la conciencia de la burguesía como conciencia social de todos, han nacido los horrores más brutales.

La ideología que de ella se condensa es ese cuerpo de creencias que a parenta independencia de la objetividad del mundo, y que se erige como el instrumento imprescindible de la dominación de unos sobre otros.

El súbdito de aquel imperio británico, aun aplastado, en barrios empobrecidos y plagados de ratas, sin agua corriente y sin atención médica, marchaba orgulloso a las trincheras de la Primera Guerra Mundial, a sacrificar la vida por un orden de cosas que lo condenaba precisamente a esa depauperación sistémica.

Hoy, el súbdito del actual imperio hegémonico chilla, histérico, contra el inmigrante, y es capaz de respaldar, movilizado, la brutalidad más abyecta, disfrazada de orgullo de vencedor, sin reparar en que esa violencia, que justifica sobre los demás, tiene el mismo origen que la que ejercen contra él.

Karls Marx nació el 5 de mayo de 1818. Hay que leerlo muchas veces, porque sintetizó, como nadie, el extremadamente complejo mecanismo de relojería que es el capitalismo, y pudo poner a la vista sus resortes; de tal suerte que, al entenderlo, se rompe el sortilegio con el que se mantienen embelesados a los explotados de siempre.

Era extraordinariamente culto, e instrumentalizó su saber en función de la lucha proletaria. Ser culto no solo es la única manera de ser libre, es la única manera de ser liberador.

Y la cultura de Marx era renacentista: su «quiero saberlo todo» hacía que lo mismo buscara las obras de Honoré de Balzac que los libros de Darwin; lo mismo admiraba a Shakespeare, disfrutaba de Bach, que se sumergía en un libro de Economía o de Física.

Como mismo hay muchas maneras de ser culto, las hay de ser zafio. Solo desde una cultura del todo se puede entender aquello de que «los proletarios no tienen para perder más que sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo por ganar».

Ganémoslo.

Tomado de Granma

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