Primero fue la tos. No llegó de golpe, sino como un susurro áspero que trepaba desde lo más profundo de sus pulmones hasta la garganta. Un estertor mañanero, compañero fiel después del tercer cigarro del día. Aquello no lo sorprendió mucho. Se dijo a sí mismo que solo era un catarro pasajero, y no le dio más importancia.

Luego aparecieron las flemas amarillentas y el dolor en el pecho. Estaba demasiado flaco, ojeroso y siempre se sentía cansado, incluso si había dormido toda la noche. Sus amigos no se atrevían a decirlo en voz alta, pero parecía un muerto en vida, y él también lo pensaba al mirarse al espejo.

Una tarde, no pudo subir las escaleras hasta su apartamento. A mitad de camino, se sentó a descansar en un escalón. Le faltaba el aire. Allí permaneció largo rato, hasta que su respiración mejoró y, mientras encendía otro cigarro, comprendió que su cuerpo llevaba tiempo pidiéndole auxilio.

La historia, con más o menos matices, puede ser la de muchísimos fumadores, y es tan común que su desenlace se adivina sin esfuerzo. Estos síntomas llevan la firma del cáncer de pulmón, una enfermedad que mata a casi dos millones de personas cada año en todo el mundo, y cuyo principal culpable sigue siendo el tabaquismo.

Por supuesto, el daño del cigarro no se limita al cáncer pulmonar. Laringe, boca, estómago, colon y cuello uterino; pueden albergar tumores originados en ese humo que se inhala día tras día. A estos riesgos se suman la diabetes, los accidentes cerebrovasculares y las enfermedades respiratorias crónicas, porque el cuerpo del fumador está condenado a una guerra en múltiples frentes.

Ante semejante evidencia científica, ampliamente difundida, cabría esperar el declive final del tabaquismo. ¿Qué lógica tiene abrazar un hábito que equivale a firmar una sentencia de muerte?

Las estadísticas globales van en ese sentido. Según la Organización Mundial de la Salud, mientras en el año 2000 fumaba una de cada tres personas, en 2022 la proporción bajó a una de cada cinco. Un descenso esperanzador, aunque insuficiente: hoy 1250 millones de personas siguen enganchadas al cigarro, una cifra que cuestiona el cumplimiento de las metas internacionales.

En Cuba, aunque se fuma menos que antes, el ritmo de disminución se ha estancado. Podemos comprobarlo si echamos un breve vistazo a las estadísticas del último medio siglo. Allí también descubriremos que somos uno de los países latinoamericanos con mayor prevalencia de tabaquismo, que todos los días muchos de nuestros niños y adolescentes comienzan a fumar, y que cada 90 minutos muere un cubano por enfermedades vinculadas al humo del cigarro.

Detrás de estos números, se esconden dramas humanos invisibles: los futuros truncados, la silla que permanece vacía en las comidas familiares, los abrazos que nunca volverán a darse… Más allá de la estadística fría, hay un ciclo infinito de dolor y pérdidas evitables.

El tabaco tiene, además, un récord siniestro: es el único producto de consumo legal que, usado según las instrucciones del fabricante, mata a la mitad de sus consumidores. Así lo advierte la Organización Panamericana de la Salud, convencida de que el negocio tabacalero, además de letal, es matemáticamente macabro, como lanzar una moneda al aire para decidir si alguien vive o muere.

Afortunadamente, son muchas las voces que se alzan por todo el planeta, no solo el 31 de mayo, con la esperanza de que las futuras generaciones puedan disfrutar de una vida más plena, saludable y sobre todo, libre de humo. Claro, toda batalla cultural está incompleta si no va acompañada de políticas públicas audaces y de la más amplia participación popular.

El caso de Uruguay es un ejemplo de ello. Con legislaciones estrictas, campañas de educación eficaces y colaboración ciudadana, la prevalencia del tabaquismo y de su mortalidad asociada se redujo drásticamente. Pero para ello hicieron falta grandes dosis de voluntad política y de coherencia. En la guerra contra este hábito no caben las medias tintas, las ambigüedades ni aquello de “donde dije digo, digo Diego”.

A los cubanos nos queda un largo trecho por recorrer en este sentido, pero podemos lograrlo. La nuestra es una sociedad que, incluso en tiempos de crisis como la actual, conserva herramientas, experiencias y suficiente potencial para generar cambios culturales profundos y, quizá, darles a nuestros hijos y nietos una mejor calidad de vida.

El reto es enorme, pero no imposible. Depende de nosotros que las generaciones venideras hereden un país lleno de aire limpio.

Tomado de Invasor

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