En la Cuba de hoy, el arte no es una elección estética, sino una condición existencial. La profunda crisis económica, el endurecimiento del embargo, la pandemia y una compleja realidad social han convertido la creación artística en un acto de diagnóstico social y de supervivencia espiritual.

Lejos de los circuitos internacionales que celebran su exotismo, el arte cubano contemporáneo se genera en un espacio de presión extrema, donde la escasez material y el diarismo han forjado una estética particular: la estética de la resiliencia.

Esta no es una vanguardia de manifiestos, sino una práctica de urgencia que redefine radicalmente la relación entre el artista, su obra y un público que ya no es espectador, sino cómplice en la lucha por la significación.

La sociología del arte nos enseña que las crisis sistémicas desmaterializan el objeto artístico y privilegian el gesto, el proceso y el concepto. En Cuba, este fenómeno es palpable. La falta crónica de recursos ha impulsado un «arte de la precariedad» que es, a la vez, una crítica feroz y una ingeniosa solución.

Esta determinación socioeconómica impone un cambio radical en la crítica y la recepción. El pueblo cubano, dueño de una aguda inteligencia cultural forjada en décadas de dualidades, ha desarrollado un «criterio de veracidad» implacable.

La opinión sobre una obra de arte no se basa en su valor en el mercado global o en su alineación con tendencias foráneas, sino en su capacidad para articular una verdad compartida. Una instalación hecha con pedazos de una balsa, un performance sobre la cola para conseguir el pollo, o un verso que captura la ambivalencia del deseo de migrar, son juzgados con una severidad que nace de la experiencia directa.

El lujo de la ambigüedad decorativa no existe. La pregunta no es «¿qué significa?» sino «¿nos representa?». En este contexto, el rol del crítico de arte tradicional se diluye frente a la autoridad moral y emocional de una comunidad que ve en el arte un espejo de sus propias batallas.

Sin embargo, este arte de la resistencia carga con una paradoja desgarradora. Por un lado, es un síntoma del colapso; nace de la necesidad y documenta el dolor. Por el otro, es un formidable acto de agencia humana, un testimonio de que incluso en las condiciones más adversas, el impulso por crear sentido y belleza persiste.

El artista cubano actual es, por fuerza, un sociólogo de campo y un historiador de lo inmediato. Su taller es la calle, su archivo es la memoria colectiva del periodo especial en tiempos de paz, y su materia prima es la dignidad humana frente a la escasez.

La vida social y la crisis económica en Cuba no han influido en el arte; lo han reconfigurado desde sus cimientos. Han generado un ecosistema donde el valor de una obra se mide por su potencia ética y su veracidad catártica.

El arte cubano contemporáneo es, en esencia, la biografía de una resistencia. Nos recuerda que cuando el contrato social se fractura, el arte abandona su pedestal y se convierte en la lengua franca de lo humano, un espacio donde la lucha por la existencia y la lucha por la expresión se funden en un solo y poderoso latido.

Por Vasily MP

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