17 de agosto de 1870, 4:30 a.m. El redoble de tambores desgarra la madrugada. En la Plaza de Dolores, el Regimiento de la Corona –botas lustradas, fusiles Remington al hombro– forma sus filas. La orden del día es clara: «Ejecución de los cabecillas insurrectos a las seis y media en el lugar de costumbre» (el viejo matadero, paredón de tantos sueños independentistas).

El Mayor General del Ejército Libertador Pedro Felipe Figueredo Cisneros (Perucho) yace en el suelo, sus pies ulcerados son dos heridas abiertas que impiden su caminar. Las esposas le muerden las muñecas, pero no la dignidad. Cuando el oficial le ordena «¡Camine!», el autor de La Bayamesa alza la vista: «¿No ve que no puedo? Tráigame un coche». El español masculla una maldición y manda traer un asno, en señal de burla.

Perucho, con esa ironía que nace cuando la muerte pierde su poder, susurra: «No seré el primer redentor que cabalga sobre un asno». La bestia avanza lenta y gallardamente, como a sabiendas de que lleva un símbolo, no un reo.

A las 6:20 a.m., el pelotón formado por 25 hombres se cuadra. Junto a Perucho, Rodrigo e Ignacio Tamayo, padre e hijo, permanecen erguidos. Rodrigo, en un gesto que la crónica registra con dolor, extiende sus manos esposadas para bendecir a su vástago, antes de ser fusilado. La voz del oficial corta el aire húmedo: «¡Preparen!… ¡Apunten!… ¡Fuego!».

Las descargas truenan. Los tres cuerpos caen como banderas que se despliegan por última vez. La sangre de Perucho –el autor de las notas gloriosas del Himno Nacional de Cuba, el célebre patriota de la revolución de Bayamo– baña la madre tierra.

A 155 años, el eco de aquella mañana aún resuena: las balas acallaron un cuerpo, pero no el verbo que, convertido en himno, incendió el decoro dormido de los hombres. Perucho, sereno como el horizonte antes de la tormenta, rechazó el perdón cobarde y, al pronunciar sus versos –«Morir por la Patria es vivir»–, transformó el plomo en semilla.

Tomado de Granma

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