Piélagos, escultura en madera del artista Darién Morejón Baños, fue una de las obras premiadas en el XXIII Salón Mi Gallo de la ciudad de Morón. Y mereciera el elogio de muchos junto al asombro de otros que apenas entendían el edificio de ideas y conceptos que la misma obra tramaba.

En un rincón cargado de sombras y reverberaciones simbólicas, se erige esta escultura que no pide permiso para existir: simplemente está, como un eco materializado de lo ancestral, como una advertencia que atraviesa el presente con la gravedad de lo no resuelto. La pieza —de verticalidad tajante, casi ceremonial— se construye a partir de una serie de cráneos apilados que, lejos de parecer restos inertes, proyectan una energía activa, casi ritual.

No estamos frente a una obra que busca agradar, sino frente a un artefacto de poder. La materia elegida —madera ennegrecida, texturas quemadas o resinas con apariencia orgánica— refuerza esa noción de lo sagrado en ruinas, de lo que ha sido arrasado y sin embargo se mantiene en pie. Cada parte parece trabajada por Darién, con furia contenida: lanzas que atraviesan el cuerpo escultórico con violencia, cráneos que aún sostienen gestos, fragmentos que evocan guerra, sacrificio, territorio.

Hay en esta escultura una estética del duelo, pero también del desafío. El símbolo floral incrustado en el cráneo superior introduce una contradicción poderosa: ¿es una ofrenda? ¿Una ironía? ¿Un último resto de humanidad en medio del exterminio? Lejos de suavizar el conjunto, esta flor se vuelve el punto de tensión más intenso de la obra. Ahí, entre el horror y la belleza, entre lo orgánico y lo espiritual, es donde esta pieza respira con mayor profundidad.

El diseño de Morejón es riguroso, pensado. La verticalidad no es solo formal: tiene un peso simbólico. La figura se erige como tótem, como columna vertebral de un relato que no termina, como estructura que, aún desde la muerte, sostiene. Las lanzas —que se cruzan en diagonales dinámicas— parecen guiar la mirada del espectador en un viaje desde lo telúrico hacia lo cósmico. Porque esta obra, pese a su crudeza, no habla solo de lo que está enterrado, sino de lo que persiste en los cuerpos y en la historia.

Se trata, finalmente, de una escultura que no se limita a representar: encarna. Encierra en sí misma los ecos de guerras olvidadas, las memorias no narradas de pueblos vencidos o resistentes, los ciclos eternos de violencia, sacrificio y reconstrucción. Mirarla es inevitablemente enfrentarse con la posibilidad de que, en algún rincón de nuestro linaje, todos cargamos con estos restos. Y que el arte, como lo hace esta obra, es una de las pocas formas que tenemos de sostenerlos con dignidad.

Darién Morejón nos ha dado obras hermosas, pero aquí nos regala la memoria negra de lo que también somos.

Por Vasily MP

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