Intento hacer un paseo por momentos cruciales de mi vida, por zonas oscuras, por días de esos en que respirar se hacía difícil; intento recorrer, brevemente, instantes en que llegué a creer que no resistiría, que era el fin; y algo se repite en esas escenas: tenía un médico conmigo.

No siempre estuve en las mejores salas de hospital, ni en las consultas mejores equipadas, recuerdo momentos en que en medio de mi dolor me molestaba que el médico no tuviera un espacio confortable para alimentarse o descansar de tantas horas de trabajo.

No siempre he estado en los mejores policlínicos, hospitales o laboratorios; sin embargo el médico asegurándome que todo iba a estar bien nunca me ha faltado.

Para sanar, todos lo sabemos, no basta con que el médico esté, con que te dedique su tiempo y su empeño, no es suficiente que te toque el hombro y te contenga, que te abrace después de la noticia que no quería tener que dar, del diagnóstico inesperado.

No es suficiente para sanar o encontrar alivio solo la existencia del médico; pero sin su presencia, sin ese halo de benevolencia que llevan consigo, sin ese espíritu firme que te insufla seguridad, es imposible transitar por el dolor y la enfermedad.

Todos quieren tener cerca al más certero de ellos, al más brillante, al que nunca dice que no en una consulta aunque esté exhausto, mal alimentado; todos anhelan al médico más paciente, al enfermero que “inyecta sin dolor”, al laboratorista que canaliza una vena sin que te des cuenta. Todos quieren tener cerca al más humanizado de ellos, y no nos interesa a qué precio.

Ser médicos implica una dosis de sensibilidad y humanismo superiores, una dosis de paciencia únicas, de bondad, de generosidad exacerbadas, y una dosis de sacrificio suprema; el precio a pagar por la grandeza de aliviar y salvar vidas es impagable.

En momentos extremos en nuestra economía, en escenarios epidemiológicos que llegan a parecer insalvables, en situaciones límites dentro del contexto de la salud pública, los médicos y el personal de salud se erigen como entes superiores; así los vemos en los más impensados escenarios, con las condiciones menos favorables, muchos a punto de no resistir, algunos también enfermos; pero con una certeza que no los abandona: aquí y ahora tengo que socorrer, aliviar, buscar soluciones dignas para un humano.

Nadie debiera pretender verlos como súper humanos, como dioses o deidades; sin embargo muchísimas veces nos sorprendemos exigiendo de ellos algo que se escapa a su condición de seres normales que abrazan una profesión, pero que no son dueños de la vida y de la muerte. Y eso es porque en ellos vemos concentradas todas las fuerzas del bien.

Trabajar salvando vidas, no debiera nunca ser visto como un trabajo para llevar el pan a casa; debía ser apreciado como un acto puro de alguien que pactó con la vida, que se las agencia muchas veces para luchar contra el destino y los designios de cuándo alguien no va a terminar sus días en la Tierra, y tendrá nuevas oportunidades, una salud restaurada, más años para disfrutar la alegría de vivir.

¿Pero siempre miramos y tratamos a esos seres con la bondad y la generosidad que merecen? ¿Siempre les mostramos la admiración, el respeto, la gratitud que debiéramos?

Cuántas veces he escuchado que solo estaban haciendo su trabajo. Pero ese trabajo que le devolvió la salud a tu ser amado, que echó a andar un corazón detenido, no puede dejarse pasar sin mostrarles nuestra gratitud, sin que sepan que lo que hacen en medio de situaciones muy complejas es verdaderamente heroico.

Cómo se deja la tranquilidad del hogar, la sonrisa de tus hijos, la cama tibia, para ir a sumergirte en medio de las enfermedades y la gente que sufre. Cómo se deja la mesa servida, el bocado caliente, para irte sin saber a qué hora podrás volver a comer, después de haber asistido a tantos que padecen.

Ser médicos, personal de salud no resulta fácil en ningún sitio del mundo, ni en los centros más sofisticados, ni el los lugares mejores remunerados, ser médicos implica un acto de fe, un pacto con la justicia, con lo que es más sagrado para nuestra especie.

Ser médicos en nuestra Cuba que sufre es un compromiso con los hermanos de nación, una vocación que nace de la grandeza de dar y darse, no de un título ni de honores; ser médicos cubanos, es ser seguidores de una tradición de seres que han decidido reinventarse cada día y seguir encontrando soluciones, seguir en sus consultas, en las calles, los barrios, junto a quienes padecen; seres superiores porque se dan a cada paso olvidados de ellos mismos, de su comodidad, del calor de su familia.

Seres que tienen, necesariamente, que recibir este y todos los días la gratitud de sus pacientes, la bondad de los hijos de Cuba y el reconocimiento permanente por seguir en esos sitios de donde otros ya se han ido.

Tomado de Invasor

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