Un sol puro, límpido, aún joven, contemplaba desde su lejanía las coloridas calles de la ciudad. ¡Cuánta vida reverdecía en las avenidas, las casas, los prominentes jardines! Como si se les bendijese, a las 8:15 de la mañana otro sol apareció en el cielo. Lo separaban de la gente unos escasos 600 metros, que, en cuestión de segundos, se hicieron nada.

No supieron cómo ni cuándo, ni qué ensombreció la alegría de vivir. El epitafio de Hiroshima quedó grabado con fuego y sangre. Los relojes se detuvieron, y ya jamás volvieron a correr sus manecillas. Huyeron los colores, casi todo lo vivo quedó aniquilado.

Fueron maldecidos en nombre de la paz. No era otro sol. Como el mecanismo de una pistola, alguien apretó el gatillo; se dispararon dos piezas de uranio que, tras la fisión de sus núcleos, les explotó justo encima. Se expandió una ola de calor que superó los 4 000ºc, sobre alrededor de 4,5 kilómetros. Little Boy (niño pequeño) le habían llamado en Washington a la bomba atómica con la que pretendían anegar a Japón.

¿Pequeño? Pequeño les quedó a las víctimas el universo cuando aquella carga de 64 kilos de uranio 235 detonó con una fuerza equivalente a 15 000 toneladas de tnt.

A los sobrevivientes –desnudos, con la ropa quemada–, los que no quedaron carbonizados o desintegrados, les ardían las tiras de carne que colgaban de sus cuerpos. Aun con los ojos salidos de las cuencas veían el camino sin futuro que les había estallado encima. ¿Acaso los dioses –de Occidente u Oriente– habían volteado la mirada, mientras el imperio del Norte hacía «gala» de su poderío?

Tres días después, la crueldad del apocalipsis de las bombas nucleares alcanzó también a la ciudad de Nagasaki. Fat Man (hombre gordo) fue el proyectil encargado de descargar el odio de la Casa Blanca sobre otra parte del territorio nipón.

Nada, o casi nada resistió los únicos ataques nucleares que hasta ahora ha vivido la humanidad. Las gargantas de esas ciudades no podían hablar ante la desventura. Y no fue necesario: el humo de los restos que se quemaron hasta calcinar los huesos y los altos niveles de radiaciones, gritaban.

De Hiroshima y Nagasaki no quedan cicatrices: la herida emana aún el horror de una de las manifestaciones de cobardía más grandes de la historia mundial. Huele a sangre, cáncer, escombro y miseria; a generaciones dañadas indefinidamente por el peso de lo que pareciera castigo «hirviente», salido de las mismísimas entrañas del infierno. «Una destrucción rápida y absoluta», como dijo en su amenaza, previa al hecho, el entonces presidente de ee.uu., Harry Truman.

De acuerdo con la Campaña Internacional para Abolir las Armas Nucleares –Premio Nobel de la Paz en 2017–, actualmente existen unas 12 300 ojivas nucleares. Sin embrago, países que no han vivido los efectos de un bombardeo atómico, pero sí saben de guerras y víctimas, insisten en ponernos al borde de un tercer conflicto mundial.

Y justo en la víspera de los 80 años de esa masacre, el actual mandatario estadounidense, Donald Trump, paseaba por la azotea de la Casa Blanca, y a periodistas que lo inquirieron, les respondió –con la sonrisa de quien no siente remordimiento– que va a construir allí «misiles nucleares». Acompañó sus palabras con un gesto que imita el lanzamiento. Él no sabe de dolor, se sabe que es insensible, tanto que se cree infalible al aterrizaje.

Tomado de Granma

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